

Durante el paseo visual se observan, a orillas del agua,
las mansiones que decoran el litoral de la ciudad de Sydney.

Manly. Playa de moda donde los surferos se deslizan por las olas de cuatro metros.
Hoy en día, la arquitectura australiana tiene un propósito más liviano y sus muros de ladrillo rojo con rejas negras y resistentes en las ventanas albergan acogedores restaurantes y tiendas de artesanía, donde se pueden encontrar boomerangs genuinos e incluso aprender a tirarlos para que vuelvan, y divertidos teléfonos aborígenes, como se le llama familiarmente al bullroar, palo pintado con alegres tintes del que se obtiene un sonido grave. Antiguamente se utilizaba para comunicarse entre las tribus, y más que nada, para evitar que los niños y las mujeres se acercaran a los lugares sagrados al escuchar su trémulo aviso.
La carota de Luna Park sonríe y le da a la bahía un toque de color. Antiguo parque de atracciones, tiene un aire de los años treinta con su casa de espejos deformantes, el suelo movedizo, el gong para exhibir la fuerza. Algodón dulce, música de pianola y una noria desde donde se divisa a los intrépidos que, atados por cuerdas, trepan por el Harbour Bridge, masiva obra de ingeniería construida entre 1923 y 1932, que con la Casa de la Ópera se ha convertido en monumento emblemático de la ciudad de Sydney, dejando un sello muy especial en su hermosa bahía. Curiosamente, cuando el arquitecto Jorn Utzon, que ya había diseñado la Ópera en el año 1957, la comenzó a construir en el 1959, ésta no contó con muchos novios. Se abrió al mundo en 1973 y su metamorfosis bautismal pasó desde conchas marítimas hasta barco de vela. Desde monjas esculpidas en piedra, hasta catedral modernista.
Y por fin, tras un período de acoplamiento, se fundió perfectamente con su entorno acuático, le dio un significado nuevo a la bahía y terminó por ser la esencia de Sydney y una de las obras arquitectónicas más hermosas del mundo.
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